sábado, 5 de noviembre de 2011

Infinito.Capítulo 1#

Día ocho de agosto de 1998. A las ocho de la mañana.
Acababa de despertar, confuso. No tenía un recuerdo preciso sobre lo que había ocurrido pero recordaba toda la sangre que había derramado los dos días anteriores, las vidas con las que había acabado, la gente a la que había atemorizado y sobretodo, lo que perdí por mi egoísmo.
Mi nombre es Will. Will Anderson. Por tu seguridad no daré detalles de mi persona, porque a todo el que tenga información relacionada con mi actual posición, o sobre lo que hice en el pasado, será torturado por las fuerzas de seguridad del Estado hasta que éstas consigan la información que necesitan.
Si alguien consigue hacerse con este escrito, espero que sirva para que alguien conozca lo que pasó en realidad aquel día negro para la humanidad en una pequeña ciudad del norte de España.
Me encontraba en una cafetería céntrica, tomándome mi café matutino antes de acudir a mi puesto de trabajo. No serían más de las nueve y media de la mañana cuando me acerqué a la barra para pagar el café, y, un hombre con una larga gabardina negra y un gran sombrero rojo con cuadros blancos y tres plumas (las dos laterales rojas y la del medio amarilla) me arrastró hacia los baños de caballeros de aquel local.
Al entrar allí, el hombre echó el pestillo a la puerta, comprobó que no hubiese nadie más allí y se sacó el sombrero. En ese instante pude observar el rostro de aquel hombre: unos ojos verdes hipnotizantes, sobre una piel morena marcada con tres largos cortes, señal de que aquel hombre había sido herido por una espada.
-Siento haberte cogido desprevenido Will, pero necesitamos tu ayuda y me han dicho que serías el hombre perfecto. Mi nombre es James Colston, mis otros datos personales son irrelevantes.
-¿De qué clase de tarea estamos hablando?-pregunté desconfiado.
-Una insignificante para usted.
-¿Qué quiere decir con eso?
-Conozco su historial. Y debo decir que es impecable y que nunca había visto uno tan impresionante. Tantas muertes y ni una queja. Realmente impresionante.
-Si es un trabajo relacionado con espadas no estoy dispuesto a realizarlo. Hace mucho tiempo que abandoné ese camino.
-William eres bueno, muy bueno. A tus cuarenta y cinco años no deberías estar atemorizado.
-No lo estoy, lo cierto es que no quiero seguir provocando más dolor.
-¿Dolor? ¿Dolor? Dolor es lo que provocarás a la gente que te quiere y que quieres si no lo aceptas.
Me quedé pensando. Había algo en aquel hombre que me hacía pensar que no estaba mintiendo. Y ahora, al escribir estas líneas maldigo el impulso que me llevó a decir lo siguiente:
-¿Qué tengo que hacer?
-En una semana te dirigirás a la calle de los Abetos. Allí encontrarás un hombre con un sombrero de grandes alas. Él te dará más instrucciones. Preséntate allí a las siete y media de la tarde, cuando el sol esté desapareciendo del horizonte.
Se puso de nuevo el sombrero y salió de la habitación totalmente convencido de que yo me presentaría allí, preparado para cualquier cosa.
Y llegó el día. Rebusqué en mi armario para encontrar mi vestimenta adecuada para estas ocasiones. Me puse los pantalones rojos que me daban una gran libertad de movimiento, mis antiguas botas marrones, una camisa blanca ancha que me permitía realizar una estocada magistral si lo deseaba, un chaleco marrón y no podía olvidarme de aquel cinturón que me había regalado mi padre en el que guardaba mi espada. Recorrí el pasillo de mi pequeño apartamento hasta el escondite en el que tenía todas mis armas y una de mis posesiones más preciadas, mi sombrero.
Aquel sombrero me había acompañado en muchas ocasiones peliagudas. Afilé mi espada y mis cuchillos, colgué mi espada en el cinturón y coloqué los cuchillos en una cavidad de dentro de las botas. Me hice acopio de una pistola con un solo tiro que utilizaría en caso de emergencia. Finalmente, me coloqué el sombrero y salí de mi casa, sin darme cuenta de lo que iba a suceder.
Llegué a mi destino. Allí encontré a un hombre y a una niña, a los que no pude identificar debido a la oscuridad en la que estaban sumidos. Yo me encontraba debajo de una farola que parpadeaba a cada cierto tiempo dándole a la situación un aspecto aún más tenebroso. El hombre agarró a la niña de la mano y juntos se acercaron a mi, dejándose ver. En ese momento les reconocí.
El hombre era Lucius Evans, un reputado artista en todo el país pero con muy mala influencia. Había oído hablar de él en contadas ocasiones, y de lo que había escuchado yo, nada bueno podía sacar en conclusión. Lucius iba vestido con una gran gabardina negra que solo dejaba ver unas botas de montaña llenas de barro, e iba ataviado con un sombrero demasiado grande para él. Pero no fue Lucius el que captó mi atención, si no que fue la niña. No puedo describir la sensación que me invadió al mirarle a los ojos. Sentí que la conocía, o al menos que ya la había visto en algún otro sitio.
-¿William Anderson verdad?-me preguntó Lucius-.
-Si-le dije desconfiado-.
-Veo que mi socio no se equivocaba cuando me decía que usted es prudente- me dijo sonriente-.
-Pues no se equivocaba señor Evans-le miro- y estoy seguro de que le habrá comunicado al tener un gran conocimiento de mi persona que me gusta saber el trabajo que se me propone antes de decir nada más sobre mí-le dije seriamente al hombre-.

-Tiempo al tiempo-dijo con una amplia sonrisa en su rostro-. Todavía no he de revelarle nada referente a los servicios por los cuales estoy hablando con usted.
-Entonces será mejor que me vaya-le digo-.
-¡No!-dijo Lucius-espere, se lo contaré-me dijo seriamente-.
Se me dibujó una sonrisa de satisfacción en la cara por lo temperamentales que son los artistas. Yo nunca me creí esa teoría pero tampoco decía que no fuera verdad. Y yo acababa de comprobar que era cierta, o al menos con este hombre.
-No le contaré todo pero si una parte ya que yo no soy el mayor afectado-me miró serio-.
Cuando pensé que se disponía a contármelo, la niña soltó una carcajada. No fue el acto lo que me sorprendió si no que fue que aquella risa era muy conocida para mí.